jueves, 31 de enero de 2013

Teología neo-ortodoxa

La religión como incredulidad

Karl Barth

(Teólogo suizo, reformado, 1886-1968)


Un estudio crítico de la Religión o de las religiones desde la Teología ha de distinguirse, sobre todo, por una gran prudencia y amor en sus apreciaciones y juicios. La Teología considerará, comprenderá y tomará en serio al hombre religioso, no como independiente de Dios, no como realidad que se sustenta en sí misma, sino como hombre para el que (lo sepa o no) Jesucristo ha nacido, ha muerto y ha resucitado. Se trata del hombre destinatario de la Palabra de Dios, la haya o no la haya oído. Se trata de ese hombre que tiene por Señor a Dios, lo sepa o no lo sepa, como decimos.

El hecho religioso será entendido como una manifestación de la vida y de la acción de ese hombre. La Teología se abstendrá de atribuir a esa manifestación de vida y actividad humana, o sea, la Religión, un carácter de “fenómeno en sí”, lo que se llama la “esencia de la Religión”. Esto quiere decir que la Religión no es un fenómeno en sí, independiente y autónomo, explicable a partir de sí mismo, como si no hubiera nada más. El teólogo no puede admitir eso y por ello tampoco medirlo todo con medidas humanas, ponderar lo humano con lo humano y sólo con estos cánones distinguir entre religiones “superiores” e “inferiores”, “vivas” y “muertas”, “ponderables” e “imponderables”.

Todo esto lo abandonará el estudio teológico, no por desinterés o indiferencia ante la diversidad que también en este ámbito humano nos encontramos. Tampoco por considerar que en sí sea imposible o no interesante una definición preliminar de la “esencia” de las manifestaciones que se dan en esta esfera de la religión.

El motivo de la abstinencia está en que, en verdad, la esencia de la Religión percibida a partir de la Revelación divina no nos permite más que un uso muy provisional de todo lo que proviene de una determinación inmanente de la esencia de la Religión. Además, la esencia revelada —o de lo que sabemos por Revelación— de la Religión no se presta, por su forma y su contenido, para distinguir entre lo que es bueno y lo que es malo dentro de la humanidad religiosa.

La determinación, en sí verdadera, de que la Iglesia sea el lugar de la verdadera Religión no se puede entender como que la religión cristiana sea, como tal, la plenitud de la Religión humana y, en consecuencia, la verdadera religión superior a las demás, la única verdadera.

Nunca se subrayará con suficiente energía que la verdad de la religión cristiana está en relación con la gracia dimanante de la Revelación. Hemos de resaltar con especial cuidado lo siguiente: que la Iglesia vive por Gracia de la Gracia y que precisamente por esto es el lugar de la verdadera religión.

Por tanto, la Iglesia no puede enorgullecerse de su privilegio más de lo que pueden reconocerle las otras religiones. En una palabra, no hay lugar a la menor  discriminación en favor del cristianismo sobre la base de un concepto general de la esencia de la Religión.

EL CONFLICTO ENTRE LIBRE GRACIA Y LAS RELIGIONES

El famoso problema planteado por Lessing en Nathan el Sabio llega a perder todo sentido en el marco de un estudio teológico de la Religión. Considerados en sí mismos —tal como Lessing nos invita a hacer—, cristianos, judíos y musulmanes no poseen ventaja o desventaja alguna. Al seguir el consejo de Nathan para resolver el conflicto («Que cada uno de vosotros, libre de todo prejuicio, se esfuerce por vivir según la pureza de su amor…») no pueden sino agudizar el problema desde el punto de vista teológico. Porque es precisamente cuando el hombre se esfuerza en vivir según su amor, presentándose sincera y libremente desprovisto de todo prejuicio, cuando aparece el conflicto que opone a las religiones entre sí. ¿Acaso no han querido los hombres religiosos, siempre y en todo luar, sinceramente el bien?

Al evocar “El Evangelio eterno» al final de su ensayo titulado La educación del género humano, Lessing podría perfectamente haber querido aludir al punto de partida común de todas las religiones. y donde tiene toda la razón desde el punto de vista teológico es cuando afirma que la rivalidad religiosa es una lucha estéril y artificial. Sin embargo, no supo ver que el verdadero conflicto podía aparecer en el momento en que, frente a todas las formas de religión, la predicación de la libre gracia de Dios se convertía de pronto en una realidad (cierto es que la cosa no tenía posibilidad alguna, dados los personajes que Lessing pone en escena).

Sea como fuere, en el momento en que el cristianismo llegaba a ser el heraldo de la libre gracia de Dios —aun permaneciendo como una religión entre otras— sus pretensiones no pueden ser ya más confundidas con el fanatismo y su misión con la simple propaganda religiosa. Bajo la forma de una tradición religiosa que la emparenta a todas las otras religiones, ¡ha llegado a ser algo completamente distinto! Pero para ello es necesario que la Gracia se imponga realmente como un acontecimiento indiscutible e irresistible en el seno del cristianismo y para quienes lo practican.

LA PACIENCIA FUNDAMENTAL PARA EL ESTUDIO TEOLÓGICO

Un estudio realmente teológico de la Religión y de las religiones tal como, precisamente en la Iglesia, en tanto que lugar de la expresión concreta del cristianismo, se exige y es posible, habrá de distinguirse de otros métodos usados ante este objeto por una extraordinaria paciencia.

Esta paciencia no debe ser confundida con una moderación sospechosa. La moderación de aquel que teniendo su religión o religiosidad se siente orgulloso en lo interior, sabiendo, sin embargo, disimular su “satisfacción” porque se ha dicho a sí mismo o le han dicho que su religión no es la única y que el fanatismo no es ninguna cosa buena y que, en cambio, el amor debe tener siempre la primera y la última palabra.

La paciencia a que aludimos tampoco hay que confundirla con la prudente expectativa del sabihondo ilustrado del siglo XVIII. El tipo de filosofía de la religión cristiana pertenece a esta actitud. Este sabio ilustrado cree poder contemplar, tranquilo y seguro del buen resultado final, el conjunto de religiones a la luz de una idea que se va desarrollando paulatinamente en la historia, hasta llegar a ser la religión perfecta,

Igualmente la paciencia por nosotros pedida no se puede confundir con el relativismo y la frialdad del historiador que no se pregunta por la verdad, o no verdad, en el campo de las manifestaciones religiosas, sencillamente porque piensa deber reconocer la verdad solamente en la duda de toda verdad,

La insuficiencia de todas estas supuestas “paciencias” está clara. El objeto en cuestión, o sea, la Religión y las religiones, por tanto, el hombre, no es tomado en serio en absoluto. Se pasa, por el contrario, de largo sin rozar lo fundamental.

Una tolerancia en el sentido de la “moderación” burguesa citada o de la suficiencia “ilustrada” o del escepticismo universal a que nos hemos referido es, en verdad la peor de las intolerancias. Hay que distinguir de todas estas actitudes la paciencia que hemos propuesto en el estudio de la Religión y las religiones.

Se trata de la paciencia que siga la de Cristo. Es una paciencia que demuestra estar basada en el convencimiento de que Dios, por gracia, ha reconciliado consigo mismo al hombre sin Dios, incluida su religión. Es la paciencia que permite ver al hombre como a un niño en brazos de su madre y que, a pesar de su resistencia, es llevado hacia la salvación que Dios ha decidido y realizado para él desde la eternidad. Aprenderemos de esta manera a no alabar ni condenar a ese hombre en cada caso particular, sino a comprender su situación, no sin estremecimiento ante sus tenebrosas incógnitas. Esta comprensión de una situación tan enigmática no se producirá en nosotros porque la encontremos en sí misma comprensible, sino precisamente porque a partir de Cristo y en Cristo es como alcanza sentido.

La paciencia cristiana en el estudio de las religiones no será en modo alguno una actitud ante el objeto que tiene delante de falsa indulgencia o de ironía orgullosa. Por el contrario, se comprenderá al hombre empeñado en un comportamiento cuyo sentido no se nos aparecerá más que en la medida que lo veamos, a un tiempo, como recto y santo, y como erróneo y no santo. Este es su verdadero valor: su ambigüedad.

Es claro que solamente es capaz de ejercer esa paciencia y de alcanzar semejante visión del estudio teológico de la Religión el que esté dispuesto a reconocer que tiene necesidad de esa paciencia, de esa poderosa y atrayente paciencia que viene de Cristo. Esto lo ha de reconocer tanto con respecto a la práctica de su propia religión como con respecto a todos los hombres.

La tesis principal: la religión es el hecho del hombre sin Dios

Dicho esto, volvamos a nuestra tesis. La religión es incredulidad. La religión es una coyuntura. Es preciso decirlo con toda claridad: es el hecho del hombre sin Dios.

«…Todo esto no es nada comparado a la intolerable presunción de los que enseñan que la piedad se adquiere por las obras y rinden un culto a Dios basado en la razón humana. No se puede despreciar y blasfemar más de la sangre inocente de Cristo. Adorando al Sol y la Luna, los paganos han ofendido más gravemente al verdadero Dios que por todos sus otros pecados juntos. Nosotros decimos que la religiosidad humana no es otra cosa que un hecho atentatorio contra la majestad divina y que de todos los pecados que el hombre puede cometer, la piedad es el mayor. Hoy el mundo entero está plagado de ceremonias, mediante las cuales se cree rendir culto a Dios, pero lo que se hace es blasfemar. Ser sacerdote o monje, buscar lo que le gusta al mundo y permanecer en la fe, este es el pecado. Sería mejor para el que rechaza la gracia por la sangre de Cristo que no se presentara ante Dios. Presentándose no hace otra cosa que excitar la cólera divina.» (Lutero: Sermón sobre 1 Pe 1,18 y sgs., 1523, W. 12, 291, 33.)

Después de lo que nosotros hemos dicho anteriormente, esta tesis no tiene nada que ver con un juicio negativo. No es un juicio negativo contra la Ciencia de la Religión ni contra la Filosofía de la Religión el que se tenga previamente un juicio negativo contra la esencia misma de la Religión. Este juicio no se refiere únicamente a los que tienen una religión cualquiera, sino a nosotros mismos en cuanto pertenecientes a la Religión cristiana. Lo que hay aquí expresado fundamentalmente es el juicio condenatorio que la Revelación hace de la Religión, de toda religión.

Este juicio, esta última valoración, puede ser, ciertamente, aclarado y desarrollado, pero en modo alguno puede ser probado por principio alguno, ni siquiera deducido de la Revelación, ni tampoco siguiendo la Fenomenología o la Filosofía de la Religión.

Este juicio sobre la Religión quiere es solamente una reproducción del juicio de Dios. Por ello no podemos pensar que es un desprecio de los valores humanos, ni una condenación de la verdad, de la bondad y de la belleza que pueden ser descubiertas en casi todas las religiones, incluida la nuestra, cuando las consideramos atentamente de cerca.

Cuando se trata, sin más y escuetamente, de que el hombre es atacado por Dios, de que el hombre es juzgado y condenado por Dios, es que hemos llegado a la raíz. Hemos sido tocados en la raíz, en el mismo corazón. Entonces es la totalidad y la ultimidad de nuestra existencia la que está puesta en cuestión. En esas circunstancias definitivas no puede haber lugar para dolientes trenos quejumbrosos sobre el desconocimiento de unas relativas grandezas humanas.

LO QUE LA HISTORIA NOS ENSEÑA

No podemos menos de añadir que no se trata de que nos vayamos a convertir, frente a esas grandezas humanas, tal como se nos presentan en el campo de la Religión, en bárbaros o en Erostratos cristianos. Ha sido, y es aún, útil y hasta cierto punto significativo, para dolor de todos los estetas, que en ciertas épocas de gran sensibilidad cristiana los templos paganos hayan sido destruidos, que se haya arrumbado las imágenes de dioses, se haya roto vidrieras y se haya defenestrado órganos. Con humor se podría añadir que inmediatamente fueron construidas iglesias en lugar de los templos destruidos y que no pasó mucho tiempo sin que fueran reemplazados los ídolos por imágenes.

Ciertamente la desvalorización y la negación de los valores humanos es patente en lo ocasional y práctico, pero no puede tener un fundamento serio y una significación elevada a categoría. No puede ni debe.

La afirmación «Religión es incredulidad» no la podemos extender a lo humano en general. No la podemos traducir como una desvalorización y negación radicales. De un juicio de Dios no podemos hacer un juicio humano. Pero como juicio de Dios sus desvalorizaciones y negaciones afectan a todos los hombres.

Dicho con toda claridad y precisión: sólo son capaces de comprender el alcance de esta afirmación aquellos a los que la realidad humana no deja nunca de plantear problemas y que son capaces de calibrar lo que esta condenación significa, aplicada a los dioses de Grecia y de la India, a la sabiduría milenaria de China y también a la inmensa tradición del catolicismo romano, sin olvidar nuestra propia herencia protestante.

En este sentido, el juicio divino que aquí hemos de oír y recibir es la mejor garantía contra la incomprensión y la barbarie espirituales. Nos invita a un conocimiento no resignado, sino maduro y realista de las grandezas humanas, así como a percibir su verdadero límite. Este límite no somos nosotros los llamados a fijarlo, ya que es Dios quien lo establece. Y es que allí donde haya temor de Dios, habrá siempre lugar para el respeto de las cosas grandes de los hombres. Estas grandezas están sometidas a Dios, no a nuestro juicio.

Para comprender que Religión es, verdaderamente, incredulidad, tenemos que considerarla desde la Revelación de que nos da testimonio la Escritura Santa. Son dos los momentos que nos permiten lograr una decisiva claridad en este punto.

EL ACONTECIMIENTO DE LA REVELACIÓN

1. La Revelación es una automanifestación de Dios. Él se da a conocer a sí mismo. La Revelación presenta al hombre, como supuesto y como confirmación, el hecho de que las tentativas humanas para conocer a Dios por sus propios medios son vanas. Esto no es un principio teórico, sino una realidad práctica. En la Revelación, Dios dice al hombre que es Dios y que, como tal, Señor del hombre. Con esto la Revelación dice al hombre algo completamente nuevo. Algo que, sin la Revelación, no puede ni saber ni decir a los otros. Que el hombre pueda conocer a Dios, solamente puede afirmarlo con verdad la Revelación.

Pero la Revelación no nos sorprender en una situación neutral, sino en un quehacer que está en una relación precisa con ese venir a nosotros de la verdad. La Revelación nos sorprender en la situación de hombres religiosos, esto es, nos encuentra embarcados en la tentativa de conocer a Dios por nosotros mismos. No nos encuentra en la actitud en la que deberíamos encontrarnos.

La actitud humana que tendría que corresponder a la Revelación es la de la fe, esto es, el simple reconocimiento de la automanifestación de Dios. Nosotros tendríamos que reconocer que con respecto a Dios nuestro quehacer, aún la vida más egregia, es vano, inútil. Nosotros no estamos en la situación apta para captar la verdad, para hacer que Dios sea Dios y Señor nuestro.

Deberíamos, por tanto, renunciar a toda tentativa que pretenda captar esa verdad. Lo único que nosotros podríamos hacer es decidirnos y estar dispuestos a dejar que la verdad hable en nosotros y, así, ser embargados por ella. Pero a esto, a esta apertura de consentimiento, no estamos ni dispuestos ni decididos. Únicamente el hombre que ha sido realmente embargado por la Verdad es el que confiesa que no estaba en modo alguno dispuesto y decidido a dejarse embargar. Es justamente el creyente, y nada más que el creyente, el que no diría jamás que ha avanzado de la fe a la fe, sino que ha salido de la incredulidad para llegar a la fe. Así sucede, aún cuando la forma y la actitud en la que ese hombre ha recibido y recibe la Revelación es religiosa. Pero precisamente porque en verdad cree, la Revelación, que es el objeto de su fe, no deja de desenmascarar su religiosidad que aparece como resistencia a la verdad.

La religión, considerada desde la Revelación, aparece como el intento del hombre que se esfuerza en captar precisamente aquello que Dios manifiesta. Es un intento que pretende sustituir la acción divina, convirtiéndola en un quehacer humano. En fin de cuentas, lo que ha sucedido es que el hombre ha forjado, con sus pensamientos y fuerzas propias, una imagen de Dios que ocupa el lugar de la realidad divina que se le ofrece y manifiesta en la Revelación.

«… el espíritu del hombre es una fábrica constante de hacer ídolos… El hombre se atreve a intentar expresar hacia fuera las locuras que ha concebido respecto a Dios. Por eso el espíritu humano engendra ídolos y la mano los da a luz.» (Calvino: Institución, I, 11, 8.)

Lo que el hombre produce se puede decir que es, en primer lugar, «nacido de la autonomía y de la arbitrariedad». Sí, el hombre recurre a sus propios medios, a su propio conocimiento, a su propia capacidad de acción. Las imágenes divinas que pueden ser forjadas por este empeño, una vez descubierto, pueden ser muy distintas unas de otras sin que significado difiera realmente.

«Sucede, pues, que Dios, al condenar las imágenes, no hace comparaciones entre las unas y las otras para saber cuál es buena o mala; sin excepción reprueba todas las estatuas, pinturas y otras figuras por medio de las cuales los idólatras han procurado hacer de él (Dios) su prójimo.» (Calvino: Instit., I, 11, 1.) «Todo lo que los hombres hallan por medio de sus cerebros es derribado y anonadado, porque solamente Dios es testigo suficiente de sí mismo.» (Calvino: ibídem.) En este sentido, conviene considerar en la categoría de ídolos tanto los grandes principios de los diversos sistemas filosóficos como las divinidades singulares y las potencias ocultas del animismo, el «dios» tan claramente dibujado en el Islam y la ausencia de toda concepción clara de la divinidad en el budismo o en el ateísmo antiguo y moderno.

AUTONOMÍA O APERTURA FILIAL

Una imagen de Dios hecha por los hombres, es decir, un ídolo, es siempre aquella realidad a la que el hombre atribuye el carácter de último, definitivo y subsistente. Esto lo puede hacer colocándolo en la trascendencia o dentro de la propia existencia humana. El hombre se considera determinado y regido por el ídolo.

Considerada desde la Revelación, la Religión hecha por los hombres es una contradicción hecha a la Revelación. Contradice a la Revelación, porque la verdad solamente puede llegar al hombre a través de la verdad. Al tratar de asirla por sí mismo, el hombre yerra indefectiblemente. En esa situación religiosa no hace lo que tendría que hacer cuando se es embargado por la Verdad. Y es que, simplemente, no cree.

El hombre tendría que creer, tendría que oír. Ahí está la cuestión. Pero en la Religión el hombre habla, no escucha. El hombre, decimos, tendría que creer, tendría que dejarse embargar. En la religión no recibe, no acepta. Si creyese, dejaría que Dios obrase por sí mismo. Pero en la Religión es el hombre el que intenta captar a Dios. Y como la Religión consiste en este intento de captación, contradice a la Revelación. Por eso es la expresión concentrada de la incredulidad humana. Es la actitud y la acción del hombre oponiéndose a la fe.

La Religión es la tentativa, siempre fracasada y testarudamente mantenida, mediante la que el hombre intenta realizar por sus propios medios lo que solamente Dios puede realizar en él. Esto, que sólo a Dios corresponde, es el conocimiento de la Verdad, el conocimiento del mismo Dios.

Esta tentativa no puede ser entendida como una positiva colaboración del hombre con la Revelación divina. No se puede entender como una mano extendida que venga a unirse a la mano de la Revelación. No se puede considerar ese intento patente del hombre como la forma general del conocimiento humano que hubiera de recibir su definitivo y verdadero contenido mediante la fe y la Revelación subsiguientes.

Hay que decir todo lo contrario: la religión está en contradicción con la Revelación. El hombre, instalado en la Religión, se cierra y se defiende contra la Revelación. Lo que hace el hombre es fabricarse un sustitutivo de la Revelación, con lo que pretende anticiparse a lo que Dios habría de darle.

«No captan a Dios tal cual Él se ofrece, sino que le imaginan tal cual le han forjado en su eternidad», nos dice Calvino (Institución, I, 4, 11).

Ciertamente el hombre tiene capacidad para tal intento. Pero esta capacidad de buscar a Dios nunca le conduce al reconocimiento de Dios como Dios y Señor. Por eso nunca alcanza la verdad, sino una completa ficción que no solamente tiene poco que ver con Dios, sino que en absoluto se le parece. Es un «contra-Dios», una caricatura de Dios, que como tal debe ser denunciado y debe caer. Cuando la Verdad embarga al hombre, esta ficción es desenmascarada y declarada como tal.

«El conocimiento que de Dios les queda a los hombres no es otra cosa que fuente de horrible idolatría y de toda clase de supersticiones», dice también Calvino (Com. de Juan, 3, 6, C. R. 47, 57).

La Revelación no viene a anudarse a la Religión que ya existe y es practicada por el hombre. Por el contrario, la contradice, como hemos visto antes que la Religión contradice a la Revelación. La Revelación asume a la Religión (¡en un contexto distinto vimos antes que la Religión contradecía a la Revelación y la neutralizaba!). La Religión es asumida o abolida por la Revelación. Del mismo modo, la fe no puede anudarse o ensamblarse con la falsa fe, sino que tiene que impugnarla como un acto de contradicción, tiene que abolirla.

REVELACIÓN COMO RECONCILIACIÓN

2. La Revelación es, en tanto que automanifestación de Dios, el acto mediante el cual el hombre, de gracia y por gracia, es reconciliado por Dios. Es, por una parte, una enseñanza radical que trastorna nuestras nociones acerca de Dios. Pero a la vez es un radical auxilio divino que nos libera de la injusticia y nos salva de nuestra condenación y perdición.

La Revelación en este sentido presupone el hecho de que el hombre no podría ayudarse a sí mismo, ni en todo ni en parte. Pero también quiere decirse que el hombre no está forzosamente condenado a no recibir ayuda. En la esencia y en la idea del hombre no está contenido el que haya de estar sin justificación y sin salvación y, como tal, que sea un esencial condenado y perdido.

El hombre ha sido creado a imagen de Dios, esto es, para obedecerle y no para desobedecerle, para su salvación y no para su perdición. Pero a este hombre no le corresponde nada de lo que pertenece a una situación en la que estuvo, sino solamente aquello que corresponde a la situación en que se encuentra después de haber caído en el pecado. Solamente en la Revelación, esto es, en Jesucristo, puede el hombre recobrar la situación que perdió, y ello de una manera completamente nueva.

El hombre, por sí mismo, ha quedado incapaz de proclamarse justo y santo, liberado y salvado; pues estas palabras en su boca serían ya su condenación como mentiroso. No hay otra verdad que el conocimiento revelado de Dios. La verdad está en Jesucristo.

No es que Jesucristo haya completado o mejorado las tentativas humanas de conocer a Dios, sino que, por ser Él la revelación de Dios, las ha sustituido y superado de una manera definitiva y total. Ha eclipsado todo intento humano de conocer a Dios. Del mismo modo, Dios, al reconciliar al mundo consigo mismo por Jesucristo, ha hecho que queden superados todos los intentos humanos de justificación, de santificación, de conversión, de salvación.

La Revelación de Dios en Jesucristo significa que nuestra justificación y nuestra santificación, que nuestra conversión y nuestra salvación han tenido lugar, se han realizado plenamente una vez por todas en Jesucristo. Nuestra fe en Jesucristo consiste, precisamente, en que reconocemos y tenemos por válido que ha sucedido todo ello. Es decir, nuestra salvación una vez por todas en Jesucristo.

La ayuda, el auxilio que nos ha sobrevenido es Él. Es la Palabra de Dios que nos ha sido dirigida. Ella y sólo ella. El auxilio es la sustitución de nuestra situación por la suya, el intercambio de Cristo en nosotros. Así fue: su justicia y santidad se hicieron nuestras. Nuestros pecados los hizo suyos. Por nosotros se hizo desprecio y condenación. Nosotros, gracias a Él, fuimos salvados. Este cambio (intercambio o comercio, katallagé, 2 Cor 5,19) es lo que determina la Revelación. La autoentrega y la automanifestación de Dios no sería ni eficaz ni salvadora si no fuera central y decisivamente esto: Satisfactio et intercessio Jesu Christi.

Ahora vemos claramente que en este segundo aspecto señalado también la Revelación contradice a la Religión y que la Religión contradice a la Revelación. Y esto de manera necesaria, forzosa.
  
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Textos seleccionados de 
Karl Barth, 
La Revelación como abolición de la Religión
Madrid: Marova-Fontanella, 1973.

jueves, 24 de enero de 2013

Mitología y Biblia

El mensaje de Jesús y  el problema de la mitología

Rudolf Bultmann

(Teólogo alemán, 1884-1976)



1

El reino de Dios constituye el núcleo de la predicación de Jesucristo. En el siglo XIX, la exégesis y la teología entendieron este reino como una comunidad espiritual compuesta de hombres unidos por su obediencia a la voluntad de Dios, la cual dirigía la voluntad de todos ellos. Con semejante obediencia, trataban de ampliar el ámbito de Su influencia en el mundo. Según decían, estaban construyendo el reino de Dios como un reino que es ciertamente espiritual, pero que se halla situado en el interior del mundo, es activo y efectivo en este mundo, se desarrolla en la historia de este mundo.

En el año 1892 apareció la obra de Johannes Weiss, La predicación de Jesús acerca del reino de Dios. Este libro, que hizo época, refutaba la interpretación generalmente aceptada hasta entonces. Weiss hacía notar que el reino de Dios no es inmanente al mundo y no crece como parte integrante de la historia del mundo, sino que es escatológico, es decir, que el reino de Dios trasciende el orden histórico. Llegará a ser una realidad, no por el esfuerzo moral del hombre, sino únicamente por la acción sobrenatural de Dios. Dios de pronto pondrá fin al mundo y a la historia, e implantará un nuevo mundo, el mundo de la felicidad eterna.

Esta concepción del reino de Dios no era una invención de Jesús, sino que en ella estaban familiarizados algunos círculos de judíos que aguardaban el fin de este mundo. Semejante descripción del drama escatológico procedía de la literatura apocalíptica judaica, de la cual el libro de Daniel es el testimonio más antiguo que ha llegado hasta nosotros. La predicación de Jesús se diferencia de las descripciones típicamente apocalípticas del drama escatológico y de la bienaventuranza de los tiempos nuevos que están por venir, en la medida en que Jesús se abstuvo de darnos unas precisiones detalladas de los mismos: se limitó a afirmar que el reino de Dios vendría y que los hombres deben estar preparados para hacer frente al juicio venidero. Aunque no dejó de participar en la expectación escatológica de sus contemporáneos. Por esta razón, a sus discípulos les enseñó a orar diciendo:

Santificado sea tu nombre,
venga a nosotros tu reino,
hágase tu voluntad,
así en la tierra como en el cielo.

Jesús abrigaba la esperanza de que todas estas cosas ocurrirían pronto, en un futuro inmediato, y decía que el amanecer de esta nueva edad podía ya percibirse en los signos y prodigios que él obraba, especialmente en su poder de expulsar a los demonios. Jesús concebía el advenimiento del reino de Dios como un tremendo drama cósmico. El Hijo del Hombre vendría sobre las nubes del cielo, los muertos resucitarían y llegaría el día del juicio; para los justos empezaría el tiempo de la felicidad, mientras que los condenados serían entregados a los tormentos del infierno.

Cuando empecé a estudiar teología, tanto los teólogos como los laicos estaban trastornados y atemorizados por las teorías de Johannes Weiss. Recuerdo lo que decía mi maestro Julius Kaftan, a la sazón profesor de dogmática en Berlín: “Si Johannes Weiss está en lo cierto y la concepción del reino de Dios es escatológica, entonces resulta imposible utilizarla en dogmática”. Pero con el paso de los años, los teólogos, incluso J. Kaftan, llegaron al convencimiento de que Weiss tenía razón. Permitidme que mencione ahora a Albert Schweitzer, que llevó la teoría de Weiss a sus últimas consecuencias al sostener que, no sólo la predicación y la conciencia que Jesús tenía de sí mismo, sino también su vida cotidiana estaban dominadas por una expectación escatológica que equivalía a un dogma escatológico totalmente preponderante.

Hoy día ya nadie pone en duda –al menos en la teología europea y, por lo que me es dable observar, tampoco entre los especialistas americanos del Nuevo Testamento- que la concepción del reino de Dios es, en Jesús, escatológica. Incluso resulta cada vez más evidente que la expectación y la esperanza escatológica constituyen el núcleo de toda la predicación neotestamentaria.

La primitiva comunidad cristiana entendió el reino de Dios en el mismo sentido que Jesús. También ella esperaba el advenimiento del reino de Dios en un futuro inmediato. El mismo Pablo pensaba estar aún vivo cuando llegase el fin de este mundo y los muertos resucitasen. Esta convicción general queda confirmada por las voces de impaciencia, ansiedad y duda que ya son perceptibles en los evangelios sinópticos, pero cuyo eco cobrará aún mayor fuerza algo más tarde, por ejemplo, en la segunda epístola de Pedro. El cristianismo ha conservado siempre la esperanza de que el reino de Dios vendrá en un futuro inmediato, aunque lo ha esperado en vano. Podemos citar así a Marcos 9:1, cuyas palabras no son auténticas de Jesús, sino que le fueron atribuidas por la comunidad primitiva: “Os aseguro que, entre los presentes, hay algunos que no gustarán la muerte hasta que vean el reino de Dios viniendo con poder”. ¿No está claro el sentido de este versículo? Aunque muchos de los contemporáneos de Jesús han muerto ya, a pesar de todo, debe mantenerse la esperanza de que el reino de Dios aún vendrá durante esta generación.

2

Esta esperanza de Jesús y de la primitiva comunidad cristiana no se cumplió. Existe aún el mismo mundo y la historia continúa. El curso de la historia ha desmentido a la mitología. Porque la concepción del “reino de Dios” es mitológica, como lo es la del drama escatológico. Y como lo son asimismo las presuposiciones en que se basa la expectación del reino de Dios, a saber, la teoría de que el mundo, aunque creado por Dios, es regido por el diablo, Satanás, y su ejército, los demonios, es la causa de todo mal, pecado y enfermedad. Toda la concepción del mundo que presupone tanto la predicación de Jesús como el Nuevo Testamento, es, en líneas generales, mitológica, por ejemplo, la concepción del mundo como estructurado en tres planos: cielo, tierra e infierno; el concepto de la intervención de poderes sobrenaturales en el curso de los acontecimientos; y la concepción de los milagros, especialmente la intervención de unos poderes sobrenaturales en la vida interior del alma, la idea de que los hombres puedes ser tentados y corrompidos por el demonio y poseídos por malos espíritus. A esta concepción del mundo la calificamos de mitológica porque difiere de la que ha sido formulada y desarrollada por la ciencia, desde que ésta se inició en la antigua Grecia, y luego ha sido aceptada por todos los hombres modernos. En esta concepción moderna del mundo, es fundamental la relación entre causa y efecto. Aunque las modernas teorías físicas consideren el azar como un elemento de causalidad en los fenómenos subatómicos, nuestra vida cotidiana, nuestros proyectos y nuestras acciones no quedan afectados por esta categoría del azar. En todo caso, la ciencia moderna no cree que el curso de la naturaleza pueda ser interrumpido o, por decirlo así, perforado por unos poderes sobrenaturales.

Esto es igualmente válido por lo que se refiere al moderno estudio de la historia, el cual no tiene en cuenta ninguna intervención de Dios, del diablo o de los demonios en el curso de la historia. Muy al contrario, considera el curso de la historia como un todo sin rupturas, completo en sí mismo, aunque distinto del curso de la naturaleza porque, en la historia, se dan unos poderes espirituales que influyen en la voluntad de las personas. Aun admitiendo que no todos los acontecimientos históricos están determinados por una necesidad física, y que los hombres son responsables de sus acciones, nada ocurre, sin embargo, que no tenga una motivación racional. De lo contrario, la responsabilidad quedaría anulada. Naturalmente, subsisten aún numerosas supersticiones en los hombres modernos, pero son excepciones o incluso anomalías. El hombre moderno da por supuesto que el curso de la naturaleza y de la historia, lo mismo que su propia vida íntima y su vida práctica, nunca son interrumpidos por la intervención de unos poderes sobrenaturales.

Entonces resulta inevitable la pregunta: ¿Es posible que la predicación de Jesús acerca del reino de Dios y la predicación del Nuevo Testamento en su totalidad revistan aún importancia para el hombre moderno? La predicación del Nuevo Testamento anuncia a Jesucristo, no sólo su predicación acerca del reino de Dios, sino ante todo su persona, que fue mitologizada desde el mismo inicio del cristianismo primitivo. Los especialistas del Nuevo Testamento no están de acuerdo sobre si Jesús se proclamó a sí mismo como el Mesías, como el Rey del tiempo de la bienaventuranza, sobre si creyó que era el Hijo del Hombre que iba a venir sobre las nubes del cielo. Si así fuera, Jesús se hubiese entendido a sí mismo a la luz de la mitología. Pero, a este respecto, no necesitamos decidirnos por una u otra opinión. Sea como fuere, la primitiva comunidad cristiana lo vio así, como una figura mitológica. Esperaba que volviese, como el Hijo del Hombre, sobre las nubes de cielo para traer la salvación y la condena en su calidad de juez del mundo. También consideraba a su persona a la luz de la mitología cuando decía que había sido concebido por el Espíritu Santo y había nacido de una virgen, y ello resulta aún más evidente en las comunidades cristianas helenísticas donde se le consideró como el Hijo de Dios en un sentido metafísico, como un gran ser celeste y preexistente que se hizo hombre por nuestra salvación y tomó sobre sí el sufrimiento, incluso el sufrimiento de la cruz. Tales concepciones son manifiestamente mitológicas, puesto que se hallaban muy difundidas en las mitologías de judíos y gentiles, y después fueron transferidas a la persona histórica de Jesús. En particular, la concepción del Hijo de Dios preexistente, que desciende al mundo en forma humana para redimir a la humanidad, forma parte de la doctrina gnóstica de la redención, y nadie vacila en llamar mitológica a esta doctrina. Ello plantea en forma aguda el problema: ¿Qué importancia reviste para el hombre moderno la predicación de Jesús y la predicación del Nuevo Testamento en su totalidad?

Para el hombre de nuestro tiempo, la concepción mitológica del mundo, las representaciones de la escatología, del redentor y de la redención, están ya superadas y carecen de valor. ¿Cabe esperar, pues, que realicemos un sacrificio del entendimiento, un sacrificium intellectus, para aceptar aquello que sinceramente no podemos considerar verídico –sólo porque tales concepciones nos son sugeridas por la Biblia? ¿O bien hemos de pasar por alto los versículos del Nuevo Testamento que contienen tales concepciones mitológicas y seleccionar las que no constituyen un tropiezo de este tipo para el hombre moderno? De hecho, la predicación de Jesús no se limitó a unas afirmaciones escatológicas. Proclamó también la voluntad de Dios, que es Su mandamiento, el mandamiento de hacer el bien. Jesús exige veracidad y pureza, la disponibilidad para el sacrificio y para el amor. Exige que todo el hombre sea obediente a Dios, y clama contra la ilusión de que podamos cumplir nuestro deber para con Dios con la mera observancia de determinadas prescripciones externas. Si las exigencias éticas de Jesús constituyen unos tropiezos para el hombre moderno, sólo son tales en virtud de su voluntad egoísta, pero no de su inteligencia.

¿Qué se sigue de todo ello? ¿Hemos de conservar la predicación ética de Jesús y abandonar su predicación escatológica? ¿O hemos de reducir su predicación del reino de Dios al llamado evangelio social? ¿O existe todavía una tercera posibilidad? Tenemos que preguntarnos, pues, si la predicación escatológica y el conjunto de los enunciados mitológicos contiene un significado aún más profundo, que permanece oculto bajo el velo de la mitología. Si es así, debemos abandonar las concepciones mitológicas precisamente porque queremos conservar su significado más profundo. A este método de interpretación del Nuevo Testamento, que trata de redescubrir su significado más profundo oculto tras las concepciones mitológicas, yo lo llamo desmitologización –término que no deja de ser harto insatisfactorio. No se propone eliminar los enunciados mitológicos, sino interpretarlos. Es, pues, un método hermenéutico. Pero su significación será mejor comprendida en cuanto hayamos puesto en claro el significado de la mitología en general.

3

A menudo se dice que la mitología es una ciencia primitiva que se propone explicar los fenómenos y los acontecimientos extraños, singulares, sorprendentes o terroríficos, atribuyéndolos a causas sobrenaturales, ya sean dioses o demonios. En parte, eso es lo que ocurre, por ejemplo, cuando unos fenómenos como los eclipses de sol o de luna se atribuyen a tales causas; pero hay más que esto en la mitología. Los mitos hablan de los dioses y de los demonios como de unos poderes de quienes el hombre se sabe en dependencia, cuyo favor necesita y de quienes teme la ira. Los mitos expresan la idea de que el hombre no es dueño del mundo ni de su propia vida, de que el mundo en el cual vive está lleno de enigmas y misterios, y de que la vida humana está henchida asimismo de misterios y enigmas.

La mitología expresa una cierta inteligencia de la existencia humana. Cree que el mundo y la vida humana tienen su fundamento y sus límites en un poder que está más allá de todo aquello que podemos calcular o controlar. La mitología habla de este poder de forma inadecuada e insuficiente, porque lo considera como un poder humano. Habla de dioses, que representan el poder situado más allá del mundo visible y comprensible, pero habla de ellos como si fuesen hombres, y de sus acciones como si fuesen acciones humanas, aunque concibe a los dioses como seres dotados de un poder sobrenatural, y a sus acciones como imprevisibles, capaces de transformar el orden normal y ordinario de los acontecimientos. Podemos decir que los mitos dan a la realidad trascendente una objetividad inmanente e intramundana. Los mitos atribuyen una objetividad mundana a aquello que es no-mundano. (En alemán se diría: Der Mythos objektiviert das Jenseitige zum Diesseitigen.)

Todo lo que antecede resulta igualmente válido para las concepciones mitológicas que se dan en la Biblia. Según el pensamiento mitológico, Dios tiene su morada en el cielo. ¿Qué significa esta afirmación? No cabe la menor duda: de un modo tosco expresa la idea de que Dios está más allá del mundo, de que es trascendente. El pensamiento, incapaz aún de formular la idea abstracta de trascendencia, expresa su intención mediante la categoría de espacio; el Dios trascendente es imaginado como enormemente alejado en el espacio, muy por encima del mundo, porque por encima de este mundo está situado el mundo de las estrellas y de la luz que ilumina y alegra la vida de los hombres. Cuando el pensamiento mitológico formula el concepto de infierno, expresa la idea del mal como un poder terrible que aflige sin cesar a la humanidad. El infierno y los hombres que el infierno ha engullido, quedan localizados bajo la tierra, en las tinieblas, porque las tinieblas son pavorosas y terribles para los hombres.

El hombre moderno ya no puede aceptar estas concepciones mitológicas de cielo e infierno, porque, para el pensamiento científico, hablar de “arriba” y “abajo” en el universo ha perdido toda su significación, aunque la idea de la trascendencia de Dios y del mal sigue siendo significativa.

Ternemos otro ejemplo en la concepción de Satanás y de los espíritus malignos a cuyo poder han sido entregados los hombres. Esta concepción descansa sobre la experiencia de que –independientemente de los males inexplicables, exteriores a nosotros, a los cuales estamos expuestos– nuestras propias acciones nos resultan a menudo incomprensibles; muchas veces los hombres son arrastrados por sus pasiones, dejan de ser dueños de sí mismos, y entonces surge de ellos una maldad inconcebible. También aquí, la concepción de Satanás como soberano del mundo expresa una profunda intuición, a saber, la intuición de que el mal no sólo se da aquí o allá en el mundo, sino que todos los males particulares constituyen un único poder que, en último análisis, surge de las mismas acciones de los hombres y forma una atmósfera, una tradición espiritual que oprime a todo hombre. Las consecuencias y los efectos de nuestros pecados se transforman en un poder que nos domina y del que nosotros mismos no podemos liberarnos. Sobre todo en nuestros días y en nuestra generación, aunque ya no pensamos en forma mitológica, a menudo hablamos de los poderes demoníacos que dirigen la historia y corrompen nuestra vida social y política. Tal lenguaje es metafórico, es una figura de dicción, pero por él expresamos el conocimiento, la intuición de que el mal del que cada hombre es individualmente responsable, se ha convertido en un poder que esclaviza misteriosamente a todos los miembros de la raza humana.

Se nos plantea, pues, el siguiente problema: ¿Es posible desmitologizar el mensaje de Jesús y la predicación de la primitiva comunidad cristiana? Y, puesto que esta predicación ha sido configurada por la creencia escatológica, la primera pregunta que hemos de formular es ésta: ¿Cuál es el significado de la escatología en general?

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Texto tomado de:
Rudolf Bultmann, 
Jesucristo y Mitología
Barcelona: Ariel, 1970.