viernes, 30 de noviembre de 2012

Lectura feminista de la Biblia


Hermenéutica feminista y estudios bíblicos

Phyllis Trible

(Teóloga norteamericana, n. 1932)


Nacida y crecida en una tierra patriarcal, la Biblia está preñada de imágenes y lenguaje masculinos. Durante siglos, los intérpretes han explorado y explotado este lenguaje masculino en la formulación de la teología: para moldear los contornos y el contenido de la Iglesia, de la sinagoga y de la academia; y para decir a los seres humanos –mujeres y varones– quiénes son, qué reglas han de seguir, cómo deben comportarse. Tan armoniosa ha parecido siempre esta asociación de Biblia y sexismo, de fe y cultura, que son pocos los que se han atrevido a cuestionarla.

En esta última década, sin embargo, se han lanzado desafíos en nombre del feminismo; las cosas no pueden seguir así. Como postura crítica de la cultura a la luz de la misoginia, el feminismo es un movimiento profético que analiza el statu quo, emite un juicio e invita al arrepentimiento. De diferentes maneras, semejante reto hermenéutico quiere entablar un diálogo recíproco con la Biblia desde su lejanía, complejidad, diferencia y contemporaneidad que sea capaz de procurar una comprensión renovada tanto del texto como del intérprete. En consecuencia, voy a analizar tres aproximaciones al estudio de las mujeres en la Escritura. Aunque los puntos de vista adoptados aquí pueden aplicarse igualmente a la literatura intertestamentaria y al Nuevo Testamento, me centraré en la Biblia hebrea.

Cuando las primeras feministas examinaban la Biblia, el énfasis se ponía en documentar las veces que las mujeres salían mal paradas. Las comentaristas constataban los apuros de la mujer en Israel. Menos deseada por sus padres que un niño varón, la niña permanecía junto a su madre, pero su padre controlaba su vida hasta que se la entregaba a otro hombre para el matrimonio. Aun cuando estas dos autoridades masculinas se permitieran maltratarla o incluso abusar de ella, ella tenía que someterse sin rechistar. Lot ofreció sus hijas a los hombres de Sodoma para proteger a un huésped varón (Gn 19,8); Jefté sacrificó a su hija con tal de no revocar un voto estúpido (Jc 11,29-40); Amón violó a su media hermana Tamar (2 Sm 13); y el levita de la montaña de Efraín les echó una mano a otros varones en la traición, violación, asesinato y despedazamiento de su propia concubina (Jc 19). Aunque no todas las historias en las que aparecen hombres y mujeres son tan terribles, la literatura narrativa deja, sin embargo, muy claro que desde que nace hasta que muere, la mujer hebrea pertenece a los hombres.

Lo que la narrativa nos muestra, el corpus legislativo lo amplifica. Definidas como propiedades de los hombres (Ex 20,17; Dt 5,21), las mujeres no tienen el control de sus propios cuerpos. Un hombre esperaba desposar a una virgen, aunque su virginidad no tenía por qué estar intacta. Una mujer culpable de una fornicación pasada injuriaba el honor y la autoridad tanto de su padre como de su marido. La pena era la lapidación (Dt 22,13-21). Además, la mujer no tenía derecho al divorcio (Dt 24,1-4) y muy a menudo ni siquiera derecho a propiedad alguna. Excluida del sacerdocio, era considerada mucho más impura que el varón (Lv 15). Incluso su valor monetario era menor (Lv 27,1-7).

Evidentemente, la óptica feminista pone de manifiesto de modo aplastante la inferioridad, la subordinación y el abuso de que son objeto las mujeres en la Escritura. Si bien el enfoque ha dado lugar a diferentes conclusiones. Hay quienes consideran la fe bíblica de irremediablemente misoginia, aunque semejante valoración no logra evaluar el asunto dentro de los límites de la cultura israelita. También los hay que, por desgracia, utilizan estos datos para alimentar sentimientos antisemitas. Y quienes leen la Biblia como un documento histórico carente de cualquier autoridad en la actualidad y, por ende, indigno de tenerse en cuenta. Surge entonces la pregunta «¿Y a quién le importa?». También hay quienes sucumben a la desesperación por el omnipresente poder macho que la Biblia y sus comentaristas mantienen sobre la mujer. Y quienes, en fin, no conformes con que un dictamen contra las mujeres constituya la última palabra, insisten en que texto e intérpretes abren posibilidades mucho más favorables.

Este último enfoque surge del primero, modificándolo. Algunas feministas, tras rastrear en la propia Escritura una crítica al patriarcado, se centran en descubrir y recuperar tradiciones que pongan en tela de juicio la cultura. Esta tarea comporta sacar a la luz textos olvidados y reinterpretar otros más familiares.

Entre los olvidados destacan las descripciones de la divinidad como mujer. Un salmista declara que Dios es una comadrona (Sal 22,10-11): «Sí, tú del vientre me sacaste / me diste confianza en los pechos de mi madre».

Como resultado, Dios se vuelve madre, a quien se le confía el niño desde el nacimiento: «A ti fui entregado cuando salí del seno / desde el vientre de mi madre eres tú mi Dios». Aunque este poema no llega a una ecuación total, en él las imágenes femeninas sirven para reflejar la actividad divina. Lo que este salmo sugiere, Deuteronomio 32,18 lo hace explícito: «¡Desdeñas la Roca que te dio el ser, olvidas al Dios que te dio a luz!».

Aunque la RSV traduce acertadamente «the God who gave you birth» [lit.: el Dios que te dio nacimiento] la traducción está dulcificada. Habría que remarcar la descripción de Dios como una mujer pariendo, pues el verbo hebreo en cuestión tiene exclusivamente este significado. (Es escandalosa, pues, la traducción que ofrece la Biblia de Jerusalén [inglesa]: «you forgot the God who fathered you» [olvidas al Dios que te engendró»; adviértase la presencia de la palabra padre en el verbo fathered]. Otro ejemplo de imagen femenina es la metáfora del seno presente en la raíz hebrea rhm. En esta forma singular la palabra denota el órgano físico exclusivo de la mujer. En plural, connota la compasión de ambos seres humanos y de Dios. El Dios compasivo (rahum) es Dios madre (ver, por ejemplo, Jer 31,15-22). Durante siglos, sin embargo, traductores y comentaristas han olvidado estas imágenes, con desastrosos resultados para Dios, para los hombres y para las mujeres. Reclamar la imagen de Dios mujer implica hacerse consciente de la idolatría machista de la que durante tanto tiempo ha estado infestada la fe.

Si las interpretaciones tradicionales han descuidado las imágenes femeninas de Dios, lo mismo han hecho con las mujeres, especialmente con las que se oponían a la cultura patriarcal. La hermenéutica feminista, por contra, resalta dichas figuras. Un collage de las mujeres del Éxodo sirve para mostrar ese énfasis. Así, los estudiosos se apresuran tanto a tocar el tema del nacimiento de Moisés que apenas se detienen en los prolegómenos que preparan dicho acontecimiento (Ex 1,8-2,10). Las primeras que se oponen al faraón son dos mujeres esclavas; se niegan a matar a los recién nacidos. Obrando por su cuenta, sin requerimiento o ayuda de varones, frustran los planes del opresor. Es muy revelador que la memoria haya conservado los nombres de esas mujeres, Sifrá y Puá, mientras que la identidad del rey ha sido borrada tan eficazmente que se ha convertido en tema de innumerables disertaciones doctorales. Lo que esas dos mujeres hicieron no tardaron en secundarlo otras mujeres hebreas:

«Concibió la mujer y dio a luz un hijo; y viendo que era hermoso lo tuvo escondido durante tres meses. Pero no pudiendo ocultarlo ya por más tiempo, tomó una cestilla de papiro… metió en ella al niño y la puso entre los juncos, a la orilla del Río. La hermana del niño se apostó a lo lejos para ver lo que pasaba» (Ex 2,2-4).

De modo pacífico y sigiloso el desafío se traduce en el esquema de madre / hermana que hacen lo imposible para salvar a su hijito / hermanito, acción que se engrandece cuando aparece la hija del faraón en la orilla del río. Ordena a su sierva que le acerque el cesto, lo abre la princesa, ve un niño llorando dentro y se compadece de él aun sabedora de su identidad hebrea. La mismísima hija del faraón se alinea con las hijas de Israel. Se rompe la lealtad filial; se saltan las barreras de clase; se superan las diferencias políticas y raciales. La hermana, que lo presencia todo a lo lejos, se atreve a sugerir la solución: un ama de cría hebrea para el bebé; que no es otra que su propia madre. Desde su perspectiva humana, por tanto, la fe del Éxodo desencadena una acción feminista. Las mujeres ignoradas por los teólogos son las primeras en cuestionar las estructuras opresoras.

Esta segunda vía de aproximación no sólo se preocupa de recuperar a las mujeres olvidadas, sino también de reinterpretar a las mujeres a las más conocidas, comenzando por la primera mujer en el relato de la creación de Gn 2-3. Contrariamente a la tradición, ella no fue creada como auxiliar o subordinada al hombre. De hecho, muy a menudo la palabra hebrea ’ezer (auxilio) connota superioridad (Sal 121,2; 124,8; 146,5; Ex 18,4; Dt 33,7.26.29), lo que plantea una muy distinta problemática sobre esta mujer en cuestión. Aunque el subsiguiente giro «adecuada a él» o «similar a él» atempera la connotación de superioridad y subraya la reciprocidad de mujer y varón.

Más adelante, cuando la serpiente habla con la mujer (Gn 3,1-5), usa formas verbales en plural, haciendo de ella la portavoz de la pareja humana, cosa rara en una cultura de corte patriarcal. Entabla ella una discusión teológica inteligente, llevando el caso al tema de la obediencia con mayor ahínco de lo que Dios había hecho: “Del fruto del árbol que está en medio del jardín, ha dicho Dios: «No comáis de él ni lo toquéis, so pena de muerte”». Si el árbol no se puede tocar, con mayor razón no se podrá comer de su fruto. De este modo la mujer pone «un seto en torno a la Torah», al estilo de sus sucesores rabínicos que desarrollarán ese procedimiento para proteger la ley divina y asegurar la obediencia.

Al hablar tan autorizada y claramente, la primera mujer se nos presenta como teóloga, moralista, hermeneuta y rabí. Al desafiar los estereotipos patriarcales, da al traste con lo que la Iglesia, la sinagoga y la academia han predicado sobre la mujer. Del mismo modo, el hombre «que estaba con ella» (muchas traducciones omiten esta frase crucial) en toda la escena de la tentación no es moralmente superior. A todas luces este pasaje nos presenta una pareja muy distinta a la de interpretaciones tradicionales. Al reivindicar a la mujer, la hermenéutica feminista aporta nueva luz a la imagen femenina de Dios.

Estos y otros descubrimientos interesantes de una contra-literatura de cuño femenino no eliminan, con todo, el tufo machista de la Escritura. En otras palabras, esta segunda perspectiva ni desautoriza ni olvida las aportaciones de la primera. Pero sí que funciona como una teología del resto.

La tercera aproximación consiste en contar de nuevo in memoriam ciertos y terribles relatos bíblicos, haciendo relecturas con empatía hacia las mujeres ultrajadas. Si la primera perspectiva documenta histórica y sociológicamente la misoginia, ésta se apropia de esos datos poética y teológicamente. Al mismo tiempo, no deja de buscar ese resto en lugares insospechados.

La traición, la violación, el asesinato y el descuartizamiento de la concubina de Jueces 19 es un buen ejemplo. Cuando los perversos hombres de la tribu de Benjamín exigen «conocer» al huésped, éste les echa a su concubina. Durante toda la noche la violan; de madrugada ella vuelve a donde está su dueño y señor. Sin piedad, él le ordena que se levante para marchar de allí. Ella no responde, y al lector se le deja adivinar si sigue con vida o está ya muerta. Sea como fuere, el señor coloca su cuerpo sobre la borriquilla y continúa su camino. Cuando llegan a su casa, el señor corta en trozos a la concubina y los manda a las distintas tribus de Israel a modo de grito de guerra contra el crimen cometido contra él por los hombres de Benjamín.

Al final del relato se les pide a los israelitas que «piensen en ello, pidan consejo y tomen una decisión» (Jc 19,30). De hecho, Israel reacciona, con descontrolada violencia. Se sigue una carnicería; la violación, el asesinato y despedazamiento de una mujer perdona crímenes similares de cientos y cientos de mujeres. El narrador (o editor) reacciona, no obstante, de diferente modo, sugiriendo la solución política de la monarquía que acabe con la anarquía de los jueces (Jc 21,25). La solución no es tal. En tiempos de David había rey en Israel y, sin embargo, Amón viola a Tamar. ¿Cómo escucharemos hoy, entonces, este antiguo y atroz relato al toparnos con las recomendaciones de «pensar en ello, pedir consejo y tomar una decisión»? Una aproximación feminista, que tenga en cuenta la respuesta del lector, interpreta la historia en memoria de la concubina, como una llamada al recuerdo de su sufrimiento y muerte.

De modo similar, el sacrificio de la hija de Jefté da fe de la impotencia y abuso de que es objeto una muchacha en tiempos de los jueces (Jc 11). Ninguna interpretación podrá salvarla del holocausto o mitigar el insensato voto de su padre. Pero sí que podemos, en lugar de contentarnos con acusar al padre, reclamar la hermandad con la hija. Al releer su historia, nosotras presencializamos a las hijas de Israel a quienes ella recurrió en los últimos días de su vida (Jc 11,37). Así subrayamos el epílogo, descubriendo de paso una traducción alternativa.

Tradicionalmente el final ha sido leído así: «La joven no había conocido varón. Y se hizo costumbre en Israel: de año en año las hijas de Israel iban a lamentarse cuatro días al año por la hija de Jefté el galadita» (11,40). Puesto que el verbo se hizo está en forma femenina (el hebreo no tiene neutro), cabe hacer esta otra lectura: «Aunque la joven nunca había conocido varón, ella llegó a ser una institución [costumbre] en Israel. Año tras año las hijas de Israel iban a llorar a la hija de Jefté el galadita, cuatro días al año». En virtud de esta versión podemos entender la historia de otro modo. La anónima virgen se torna una institución en Israel porque las mujeres con quines eligió gastar sus últimos días no permitieron que ella cayera en el olvido, antes establecieron un memorial vivo. Interpretar estas historias dramáticas en memoria de las mujeres constituye, sin duda, otro modo de cuestionar el patriarcado de la Escritura.

He expuesto aquí tres aproximaciones feministas al estudio de la mujer en la Escritura. La primera explora la inferioridad, la subordinación y el abuso de que son objeto las mujeres en el Israel antiguo. Desde semejante contexto, la segunda prosigue una contra-literatura que constituye de por sí una crítica al patriarcado. Sirviéndose de ambas, la tercera relee empáticamente las historias atroces sobre mujeres. Aunque interrelacionadas, estas tres perspectivas admiten distinción. La elegida dependerá de la ocasión y del talento e intereses de quien interpreta. Además, en su trabajo, la hermenéutica feminista adopta una variedad de metodologías y disciplinas. Arqueología, lingüística, antropología, crítica histórico-literaria…, todas tienen algo que aportar. De ese modo el conocimiento del pasado es mayor y más profunda la lección que se saca para el presente.

Por último, hay más perspectivas sobre el tema de la mujer en la Escritura que las contempladas en este artículo. Por ejemplo, apenas he mencionado el problema de las traducciones sexistas que, están recibiendo, de hecho, concienzuda atención por parte de no pocos estudiosos, varones y mujeres. Pero tal vez he dicho bastante como para mostrar que de variados y diversos modos la hermenéutica feminista está haciendo tambalear interpretaciones antiguas y nuevas. Con el tiempo quizá fructifique una teología bíblica de la mujer (no ya incluida bajo la etiqueta de la humanidad) arraigada en la bondad de la creación femenina y masculina. Mientras tanto, la fe de Sara y Agar, de Noemí y Rut, de las dos Tamar y de una nube de otros testimonios autorizan y dignifican el empeño.

* * *

Artículo tomado de:
Ann Loades (Ed.),
Teología Feminista,
Bilbao: Desclée De Brouwer, 1997,
Cap. 2.

domingo, 4 de noviembre de 2012

Cuento para explorar el alma


La máscara

Jorge Torres Zavaleta

(Escritor argentino, n. 1951)


Pasé por la tienda del anticuario. Hacía muchos años que no había vuelto al barrio de mi niñez. La tienda no había cambiado: un poco más vieja y destartalada, seguía en pie, inmune al tiempo y el progreso. Sensaciones familiares me ayudaron a reconstruir una de las épocas más felices de mi vida. Mil detalles acudieron a mi memoria. Recordé los tiempos en que daba vuelta a la manzana en una bicicleta verde y herrumbrada de la que me sentía tan orgulloso; los paseos a la plaza con mi hermano menor, ya muerto; nuestras caminatas y corridas por las calles angostas y bordeadas de plátanos. De pronto, nítidamente, recordé la historia de la máscara.

Han transcurrido cuarenta y pico de años y me parece que fue ayer: la mañana luminosa, el azul del cielo mezclado con las hojas ya un poco ralas y amarillas de los plátanos… Pasé por la tienda. Su dueño, don Pablo, estaba sentado junto al portal.

Aquel día lo encontré muy excitado. Hablaba incesantemente.

—Te voy a mostrar una máscara —me dijo—, una máscara mágica.

Porque don Pablo, el anticuario, era apasionado por la magia.

En la penumbra del local se amontonaban muebles y objetos polvorientos de los más variados estilos. Y en el centro, sobre una mesa alta y angosta, encima de una carpeta de terciopelo negro, brillaba la máscara.

En aquella época, yo no entendía nada de nada, y mucho menos de antigüedades (debo confesar que aún sigo no entendiendo). Sin embargo, la máscara me pareció fascinante. En una lámina de oro flexible, cincelada minuciosamente, piedras azules y verdes estaban engastadas de una manera un poco rudimentaria. Era una pieza de orfebrería a la vez complicada y simple, refinada y bárbara. Muy vieja, y sin duda muy valiosa. Algo de eso le dije a don Pablo.

—Es de un valor incalculable —me contestó—, pero su valor no depende del oro, de las piedras preciosas, del trabajo del orfebre, y ni siquiera de su antigüedad. Es una máscara mágica, ya te digo. Se ignora su procedencia. La mencionan en los libros de taumaturgia. Algunos afirman que tiene la virtud de permitirnos saber cómo son realmente las personas: su inteligencia, sus sentimientos, su carácter…

Agregó en tono sentencioso.

—Yo no estoy de acuerdo. A mi juicio, su virtud es muy otra. Cuando nos ponemos la máscara, desaparece un defecto que tenemos en los ojos.

—¿Y qué defecto tenemos en los ojos? —le pregunté.

—A eso voy, a eso voy… Por supuesto, todos somos diferentes, en cuerpo y alma. Sabemos cómo es el cuerpo de las personas, su apariencia, pero no sabemos cómo es su alma. En ocasiones, cuando nos jactamos de perspicaces, nos parece vislumbrarla, y casi siempre nos equivocamos. Pero yo sostengo que tampoco vemos su apariencia. Físicamente, las personas no son como las vemos. Algunas son de cristal, otras de hierro. Sí, puedes tenerlo por seguro. Eso en cuanto a la materia. En cuanto a la forma, son triángulos, cubos, cilindros; algunas tienen formas de animales fantásticos o de fósiles: dragones, minotauros, dinosaurios. A veces, en las pesadillas, tropezamos con nuestra verdadera forma corporal.

»No creas —insistió— que hay una correspondencia forzosa entre el cuerpo y el alma. Los seres de vidrio no son necesariamente fríos, ni los dragones malvados. Los únicos temibles son los dinosaurios, a pesar de su aspecto benévolo. No te fíes nunca de los dinosaurios —recalcó—. El dinosaurio se especializa en matar. Tiene un alma de asesino.

Prosiguió:

—Sí, la máscara sólo nos permite ver el cuerpo real de los hombres, su apariencia física. No su alma. No hay identidad entre una y otra. Salvo, claro está, en los dinosaurios. Éstos son iguales a su alma. Te lo digo —concluyó— porque ahora quiero que te pruebes la máscara.

—Pero yo no quiero, don Pablo. No quiero ver dinosaurios.

—No seas tonto —insistía don Pablo—. No te imaginas hasta qué punto habrá de serte útil. Aprenderás a manejarte mejor en la vida, infinitamente mejor. Me inspiras simpatía, te consta, y por eso te doy esta oportunidad. No la desperdicies.

Después de mucho discutir, acepté. Me puse la máscara, me asomé a la puerta. De pronto, el mundo se había transformado en una pesadilla. Estaba lleno de monstruos que iban y venían por la calle, tranquilamente.

Altos cubos con seis pares de ojos empujaban cochecitos donde niños sonreían, balbuceaban o lloraban, reclamando un chupete o un caramelo.

Torres de cristal balanceaban sus frágiles estructuras, peligrosamente, del brazo de dragones que echaban humo por las narices.

¿Cómo reconocer a las tres jóvenes viudas del barrio que daban su acostumbrado paseo matinal? La primera se había convertido en una esfera de vidrio, la segunda en una bola de fuego, la tercera en una masa informe, gelatinosa, que cambiaba de tamaño a ojos vistas.

Cuando iba a lanzar un grito, oí la voz de don Pablo.

—Mírate en aquel espejo —me decía.

Entré, y con paso vacilante me dirigí hasta el espejo. Ante mi gran alivio me devolvió una imagen familiar: era yo mismo, el de siempre, un chico de pantalones cortos, con el pelo ondulado y los ojos azules.

Sonreí, pero mi sonrisa fue muy breve. A mis espaldas, convertido en un viejo dinosaurio, don Pablo me miraba fijamente por el espejo, con sus ojos verdes y su boca desdentada, babeante.

Entonces me arranqué la máscara y salí disparado de la tienda. Don Pablo me seguía, me decía algo a gritos. Yo estaba muerto de miedo. El miedo, acaso, me llevó a olvidar sus palabras.

Al cabo de tantos años, ¿por qué entré de nuevo en la tienda? ¿Por distracción, ociosidad, curiosidad, escepticismo? ¿Escepticismo? Quizá creyera en algo que no lograba comprender.

Me sentía viejo. Andaba por la vida con mi carga de recuerdos, tratando de olvidar algunas turbias y melancólicas experiencias.

Era una mañana semejante a la de entonces. El otoño proyectaba sus delicados y neutros matices sobre la ciudad: marrón seco, verde sepia. Una leve brisa hacía caer las hojas chamuscadas de los plátanos.

Suspiré. No había nadie en el local, pero la máscara continuaba allí. Como la mesa, como la carpeta de terciopelo, estaba cubierta de polvo.

La limpié con las manos temblorosas, me la puse.

Por unos instantes, dudé de mis recuerdos.

Pero me asomé a la puerta, y de nuevo la calle se llenó de monstruos. Me volvía, quise mirar para otro lado y mis ojos tropezaron con el espejo en que se reflejaba mi propia imagen: un maduro, desventurado dinosaurio.

Súbitamente recordé las palabras de don Pablo:

—Mocoso, no huyas, porque tú también eres un dinosaurio. Nosotros parecemos normales hasta tu edad, pero es entonces cuando nos crece la cola.

Don Pablo, riendo detrás de mí, me miraba con la máscara puesta.

* * *

Cuento tomado de:
Jorge Torres Zavaleta
El hombre del sexto día
Buenos Aires: Editorial Orión, 1977
Pp. 11-17.

sábado, 3 de noviembre de 2012

Dios es negro



El contenido de la teología

James Cone

(Teólogo norteamericano, n. 1938)


1. La liberación como contenido de la teología

La teología cristiana es teología de la liberación. Es el estudio racional del ser de Dios en el mundo, a la luz de la situación existencial de la comunidad oprimida, relacionando las fuerzas de la liberación con la esencia del evangelio, que es Jesucristo. Esto significa que la única razón de ser de la teología está en traducir a lenguaje ordenado el significado de la acción de Dios en el mundo, en términos que lleven a la comunidad de los oprimidos a reconocer cómo su impulso interior hacia la liberación no sólo armoniza con el evangelio, sino que es el evangelio de Jesucristo. No puede haber teología cristiana, si no se identifica sin reservas con los humildes y vilipendiados. De hecho, la teología deja de ser teología del evangelio cuando no surge del seno de la comunidad de los oprimidos. Porque es imposible hablar del Dios de la historia de Israel, que es el Dios revelado en Jesucristo, sin reconocer que es un Dios de y para los que sufren y están cargados.

Con lo que quedan en claro la perspectiva y orientación del presente estudio. Al lector le asiste el derecho de saber, desde el principio, lo que a nuestros ojos es importante.  Tendremos que convalidar la presente definición y los supuestos en que se basa, mediante la elaboración de una teología, a la que habrá que juzgar en función de su consistencia con el concepto de lo último importante que la comunidad se forja. De momento, empecemos explorando algunas consideraciones preliminares de nuestra definición.

La definición de la teología como disciplina que trata de analizar la naturaleza de la fe cristiana a la luz de los oprimidos, surge primordialmente de la propia tradición bíblica.

1. Aunque no resulte del todo claro por qué Dios eligió a Israel para ser su pueblo, un punto es evidente: la elección es inseparable del acontecimiento del Éxodo.

Ya habéis visto lo que he hecho con los egipcios, y cómo a vosotros os he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí. Ahora, pues, si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos… (Ex 19:4-5a).

Ciertamente esto significa, entre otras cosas, que el llamamiento de Dios a su pueblo se relaciona con su condición de oprimido y con la propia acción liberadora de Dios manifestada en el Éxodo. ¡Ya habéis visto lo que he hecho! Liberando al pueblo del cautiverio egipcio e instaurando la alianza sobre la base de este acontecimiento histórico, Dios revela que es Dios de los oprimidos, que está comprometido en su historia y que los libera de las servidumbres humanas.

2. Las etapas ulteriores de la historia de Israel nos muestran también que Dios se preocupa, de manera particular, por los oprimidos dentro de la comunidad de Israel. El surgimiento de la profecía en el Antiguo Testamento se debe, en primer término, a la falta de justicia en el seno de la comunidad. Los profetas de Israel son profetas de la justicia social y recuerdan al pueblo que Yavé es autor de la justicia. En este contexto, importa destacar que la justicia de Dios no es una cualidad abstracta del ser de Dios, como ocurre en la filosofía griega. Significa, en cambio, el compromiso activo de Dios en la historia enderezando lo que los hombres han torcido. En Israel, es tema constante de la profecía la preocupación de Yavé por la falta de justicia social, económica y política frente a quienes son pobres y desvalidos en la sociedad. Según la profecía hebrea, Yavé no tolerará la injusticia frente al pobre; a través de su acción los pobres se verán vindicados. Una vez más Dios se revela a sí mismo como Dios de liberación para los oprimidos.

3. En el Nuevo Testamento, Jesús reafirma el tema veterotestamentario de la liberación. El conflicto con Satanás y las potencias, la condenación de los ricos, la insistencia en que el reino es para los pobres y el cumplimiento del ministerio entre los mismos: todas estas y otras características de la vida de Jesús muestran que su obra se dirigía a los oprimidos con miras a su liberación. Sugerir que Cristo hablaba de una liberación “espiritual“, implica no tomar en serio la visión de Jesús sobre el hombre, visión que es cabalmente hebrea. Entrar en el reino de Dios vale lo mismo que ser Jesús la lealtad última del hombre, porque Jesús es el reino. Y entender así la existencia humana en el mundo conlleva implicaciones de largo alcance para las instituciones económicas, políticas y sociales, las que en adelante no podrán reclamar el interés último del hombre; el hombre ha sido liberado y, por tanto, es libre para rebelarse contra todos los poderes que amenazan la vida del hombre en el reino. Y esto es lo que tenía Jesús en mente cuando dijo:

El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva, a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor (Lc 4:18-19).

Si tenemos ante los ojos el énfasis bíblico en la liberación, nos parece que resulta no sólo apropiado sino también necesario definir la comunidad cristiana como la comunidad de los oprimidos que se unen a Cristo en la lucha del Señor por la liberación de los hombres. Por consiguiente, la tarea de la teología es explicitar la acción liberadora de Dios en términos que hagan ver a quienes sufren bajo poderes esclavizantes cómo las fuerzas de liberación son acción del propio Dios. Nunca la teología cristiana se reducirá a mero estudio racional del ser de Dios. Será, en cambio, estudio de la acción liberadora de Dios en el mundo, de su acción en favor de los oprimidos.

Si la historia de Israel y la descripción del Jesús histórico del Nuevo Testamento nos revelan que Dios es un Dios identificado con Israel porque es una comunidad oprimida, la resurrección del Señor significa que todos los pueblos oprimidos son en adelante pueblo de Cristo. De aquí arranca la nota de universalidad que encierra el mensaje evangélico. El acontecimiento de la resurrección expresa que la obra liberadora de Dios beneficia no sólo a la casa de Israel sino a cuantos gimen bajo la esclavitud de los poderes y principados. La resurrección nos trae la esperanza en Dios. Y esta esperanza no es claramente la “esperanza” que promete una recompensa en el cielo como solaz y recompensa de los dolores causados por la injusticia en la tierra. Es, en cambio, la esperanza que se centra en el futuro con el fin de que los hombres se nieguen a tolerar las iniquidades presentes. Ver el futuro de Dios cual se revela en la resurrección de Cristo, es ver también la contradicción de toda injusticia terrena con la existencia de Cristo. Y por eso Camilo Torres estaba en lo cierto cuando describía la acción revolucionaria como “una lucha cristiana y sacerdotal”.

La tarea, pues, de la teología cristiana es analizar el significado de la esperanza en Dios en términos que enfervoricen a la comunidad oprimida de una sociedad hasta determinarla a arriesgarlo todo por la libertad terrena que la resurrección de Cristo ha hecho posible. El lenguaje de la teología lanza un desafío a las estructuras de la sociedad porque es inseparable de la comunidad sufriente. La teología nunca podrá ser neutra ni dejar de tomar partido cuando está en el tapete la condición de los oprimidos. Por esta razón nunca puede la teología perder el tiempo hablando de Dios, sin tener ante la vista los elementos del vivir humano que amenazan la existencia del hombre como persona. Diga lo que dijere acerca de Dios y el mundo, la teología debe brotar de la única fuente que es la razón de su existir como disciplina: ayudar a los oprimidos en su liberación. Su lenguaje deberá ser siempre palabra de liberación humana que proclame el fin de las servidumbres e interprete las dimensiones religiosas de la lucha revolucionaria.

2. Liberación y teología negra

Por desgracia, la teología blanca estadounidense no se ha comprometido en la lucha por la liberación negra. Básicamente ha sido una teología del opresor blanco sancionando, desde la religión,ue es el Dios de los oprimidos, toma partido junto al pueblo negro. No permanece ciego al color en la lucha de blancos y negros, y se ha identificado sin reservas con el pueblo negro. Y esto implica que el movimiento por la liberación negra es obra del mismo Dios, quien cumple su voluntad entre los hombres.

En tercer lugar, son ciertamente muchos los que sufren y no todos son negros. A muchos liberales blancos les encanta recordar a los militantes negros que las dos terceras partes de los pobres de los Estados Unidos son blancos. Podríamos señalar lo que esto implica: que la proporción de negros pobres es cinco veces mayor que la de blancos pobres, si consideramos la población total de cada grupo. Pero no entra en nuestro propósito polemizar con los liberales blancos sobre este punto, pues a la teología negra no le interesa minimizar el sufrimiento de los demás, aunque sean blancos. El único propósito de la ro en una sociedad racista blanca. La teología negra surge de la necesidad que siente el hombre negro de liberarse a sí mismo del opresor blanco. Es una teología de liberación que brota de la identificación con los negros oprimidos de los Estados Unidos e intenta interpretar el evangelio de Cristo a la luz de la condición negra. Cree que la liberación del pueblo negro es la liberación de Dios.

Por consiguiente, la tarea de la teología negra consiste en analizar la naturaleza del evangelio de Jesucristo a la luz del pueblo negro oprimido, con el propósito de que los negros miren al evangelio como algo inseparable de su condición de humillados y que sobre ellos derrama el poder necesario para quebrantar las cadenas de opresión. Lo que denota que es una teología de la comunidad negra y para la comunidad negra, que trata de interpretar las dimensiones religiosas de las fuerzas de liberación en el seno de esa comunidad.

Dos son las razones por las que la teología negra es teología cristiana y, al parecer, la única expresión de teología cristiana en los Estados Unidos. La primera, que no puede haber teología del evangelio si no surge del seno de una comunidad oprimida. Y esto es así porque, en Cristo, Dios se revela a sí mismo como el Dios cuya justicia está inseparablemente unida al débil y al desvalido en la sociedad humana. El propósito que orienta a la teología negra es interpretar la acción de Dios en cuanto Dios se relaciona con la comunidad de los negros oprimidos.

En segundo lugar, la teología negra es teología cristiana porque se centra en Jesucristo. No hay teología cristiana si no toma a Jesucristo como punto de partida. Aunque la teología negra afirme la condición negra como dato primario con el que hay que contar, esto no significa negar lo absoluto de la revelación de Dios en Jesucristo. Más bien connota lo contrario. Y mientras la teología blanca tiende a hacer  del acontecimiento de Cristo una idea intelectual y abstracta, la teología negra cree que la comunidad negra es precisamente el espacio donde todavía obra hoy Cristo. En los Estados Unidos del siglo veinte, el acontecimiento crístico es un acontecimiento negro, un acontecimiento de liberación que está ocurriendo en la comunidad negra, donde el negro descubre que es incumbencia suya romper las cadenas de la opresión blanca por cuantos medios estime conducentes. Esto es lo que la revelación de Dios significa para blancos y negros en Estados Unidos y ésta es la verdadera razón, justa y cabal, de que la teología negra sea la única viable en nuestro tiempo.

No faltará quien pregunte: «¿Por qué una teología negra? ¿No es Dios acaso ciego a los colores? ¿Y no es verdad que hay otros que sufren tanto, y en algunos casos, más que los negros?» Estas preguntas manifiestan una incomprensión básica de la teología negra y, al propio tiempo, una visión muy superficial del mundo en general. Por lo menos tres puntos cabe destacar a este propósito.

Primero, en una situación revolucionaria nunca se trata de pura y mera teología. Nos hallamos siempre ante teología identificada con una comunidad determinada. Y lo estará con quienes oprimen o con quienes son víctimas de la opresión. La teología de estos últimos es auténtica teología cristiana; la de los primeros es teología del Anticristo. En la medida, pues, en que la teología negra es teología que surge de la identificación con la comunidad de los negros oprimidos y trata de interpretar el evangelio de Jesucristo a la luz de la liberación de esa comunidad, es teología cristiana. Y la teología blanca estadounidense es teología del Anticristo, en la medida en que surge de la identificación con la comunidad blanca derramando aprobación de Dios sobre la opresión blanca de la existencia negra.

En segundo lugar, en una sociedad racista, Dios nunca permanece ciego al color. Decir que Dios es ciego al color equivale a decir que es ciego a la justicia y a la injusticia, a lo recto y a lo torcido, al bien y al mal. En verdad, no es ésta la imagen de Dios que nos transmiten el Antiguo y el Nuevo Testamento. Yavé toma partido. Por una parte, lo hace frente a y por Israel contra los cananeos durante el establecimiento del pueblo en Palestina. Por otra, en el seno de la comunidad israelita, toma partido por los pobres contra los ricos y demás opresores políticos. En el Nuevo Testamento, Jesús no es para todos, sino para los oprimidos, los pobres y los desvalidos de la sociedad, y está contra los opresores. El Dios de la tradición bíblica no es un Dios sin compromiso o neutral ante los asuntos humanos; lo contrario es la verdad: Dios es un Dios que se compromete, y bastante. Es un Dios que actúa en la historia humana, que toma partido junto a los oprimidos de la tierra. Si Dios no se comprometiera en los asuntos humanos, toda teología sería inútil y el propio cristianismo se convertiría en una farsa, en pasatiempo hueco y sin sentido.

El significado que este mensaje encierra para nuestro tiempo resulta, pues, obvio: Dios, porque es el Dios de los oprimidos, toma partido junto al pueblo negro. No permanece ciego al color en la lucha de blancos y negros, y se ha identificado sin reservas con el pueblo negro. Y esto implica que el movimiento por la liberación negra es obra del mismo Dios, quien cumple su voluntad entre los hombres.

En tercer lugar, son ciertamente muchos los que sufren y no todos son negros. A muchos liberales blancos les encanta recordar a los militantes negros que las dos terceras partes de los pobres de los Estados Unidos son blancos. Podríamos señalar lo que esto implica: que la proporción de negros pobres es cinco veces mayor que la de blancos pobres, si consideramos la población total de cada grupo. Pero no entra en nuestro propósito polemizar con los liberales blancos sobre este punto, pues a la teología negra no le interesa minimizar el sufrimiento de los demás, aunque sean blancos. El único propósito de la teología negra es discernir la acción del Santo de los Santos en los pasos con que cumple su propósito de liberar al hombre de las fuerzas de la opresión. Tenemos que llegar a una decisión en cuanto al lugar donde Dios actúa si de verdad queremos sumarnos a su lucha contra el mal. Pero, para esto no contamos con una guía acabada que nos permita discernir el movimiento de Dios en el mundo. Muy al contrario de lo que piensan muchos conservadores, la Biblia no brinda aquí un mapa. Es ella ciertamente un símbolo valioso para descubrir la revelación de Dios en Cristo, pero no un símbolo que se auto intérprete. Nos encontramos, pues, lanzados a una situación existencial de libertad y sobre nuestros hombros recae el peso del a decisión, sin garantías de una guía ética certificada. Tal es el riesgo de la fe. Para el teólogo negro, Dios actúa en la comunidad negra, vindicando al negro de la opresión blanca. Dios no puede permanecer indiferente en este punto. O está con el negro en su lucha por la liberación y contra los opresores blancos, o no está con el negro. Pero no puede estar con nosotros y con el opresor blanco al mismo tiempo.

A este propósito observemos que la teología negra toma muy en serio la descripción que Paul Tillich traza de la naturaleza simbólica del discurso teológico. El hombre no puede describir a Dios directamente; tiene que recurrir a símbolos que apunten hacia aquellas dimensiones de la realidad sobre las que no cabe hablar literalmente. Al hablar, pues, de teología negra lo hacemos teniendo ante la vista la manera de entender el símbolo que nos propone Tillich. El que el foco de la atención se centre en la negritud no significa que solamente los negros sufran y sean víctimas en una sociedad racista, sino que la negritud es el símbolo ontológico y la realidad visible que mejor describe lo que la opresión es en los Estados Unidos. El exterminio de los indios, la persecución de los judíos, la opresión de los mexicanos estadounidenses y cuanta inhumanidad se ha cometido en nombre de Dios y de la Patria, todas estas brutalidades podemos analizarlas en términos de la incapacidad que los Estados Unidos para reconocer la humanidad de los negros. Si los oprimidos de esta tierra quieren levantar bandera contra el carácter opresivo de la sociedad blanca, tendrán que empezar por afirmar su identidad en términos de la realidad que es antiblanca. Por ello, la negritud se alza en nombre y en favor de todas las víctimas de la opresión, las que descubren que su humanización está indisolublemente unida a que el hombre se libere de la blancura.

Con la definición de la negritud que hemos dado, resulta obvio que ella es el símbolo que más adecuadamente señala las dimensiones de la acción de Dios en los Estados Unidos. Y mientras este país busque hacer de lo blanco el poder dominante en el mundo entero, la blancura será el símbolo del Anticristo. La blancura simboliza la acción de los hombres descaminados, a quienes tanto preocupa la imagen que se forjan de sí mismos que no perciben hasta qué punto son ellos lo malo para el mundo. La teología negra intenta analizar la naturaleza satánica de la blancura y, haciendo esto, prepara a todos los no blancos para la acción revolucionaria.

Notemos de paso que al blanco no le asiste razón si intenta cuestionar la legitimidad de la teología negra. Preguntas como: «¿De veras cree usted que la teología es negra?», o: ¿Qué pensar de los demás que sufren?», son producto de mentes incapaces de pensamiento negro. Y no nos sorprende que quienes rechazan la negritud de la teología, sean por lo común blancos que no cuestionan el Cristo blanco de ojos azules. No podemos admitir ni siquiera la posibilidad de que los blancos se inquieten ante la teología negra so pretexto de que no se interesa por los otros que sufren. Al opresor no le preocupa genuinamente ningún grupo oprimido. Parecería, más bien, que el rechazo blanco de la teología negra brota de otra fuente; se dan cuenta de las implicaciones revolucionarias que encierran letras tan simples: rechazo de la blancura, negativa a vivir bajo el yugo de la misma, identificación de la blancura con el mal y de la negritud con el bien.

3. Teología negra y comunidad negra

Casi todos los teólogos aceptan que la teología es una disciplina eclesiástica, estos es, una disciplina que funciona dentro de los límites de una comunidad cristiana. Este es uno de los aspectos por los que la teología se distingue de la filosofía de la religión. Esta no se circunscribe a una comunidad: es el intento individual de analizar la naturaleza de la realidad última mediante el solo pensamiento racional, echando mano para ello de elementos de diversas religiones.

Si aplicamos a nuestro caso esta descripción, resulta evidente hasta qué punto la teología blanca estadounidense ha servido a los opresores. A través de toda la historia del país, desde los puritanos hasta los teólogos de la muerte de Dios, los problemas teológicos que emanan de las Iglesias y escuelas de teología blancas se han definido en términos que no guardan relación con el problema de ser negro en una sociedad racista blanca. Pero, al definir los problemas cristianos con independencia de la condición negra, la teología blanca se ha convertido en teología del opresor blanco, y ha entrado a funcionar como dispensadora de sanción divina frente a cuantos actos criminales se cometen contra el pueblo negro. Para analizar la acción de Dios en los Estados Unidos de hoy, nunca un teólogo blanco ha recurrido a la opresión del pueblo negro como punto de partida. Al parecer, los teólogos blancos no ven vínculo alguno entre blancura y mal, y entre negritud y Dios. Y los teólogos blancos, si algunos intentan escribir libros sobre el pueblo negro, fracasan también ellos invariable y lamentablemente en cuanto a decirle a la comunidad algo que sea en verdad importante para su acucia por quebrantar el poder del racismo blanco. Por lo general piensan dichos autores que basta escribir libros para estar calificado como experto en humanidad negra. Y el resultado salta a los ojos vista: son tan arrogantes como George Wallace y se creen con autoridad para enseñarle al pueblo negro lo que es “mejor” para él. No nos sorprenda si lo “mejor” son siempre las vías no violentas, las que menos amenazan los intereses políticos y sociales de la mayoría blanca.

Puesto que la teología blanca ha mantenido sin desmayos la integridad de la comunidad de los opresores, concluyamos que esta teología no merece llamarse teología cristiana. Cuando hablamos de Dios y de la manera en que se relaciona con el hombre en la lucha de negros y blancos, sólo merece el nombre de teología cristiana la teología negra, la teología que habla de Dios y de la manera de relacionarse Dios con la liberación negra. Si aceptamos que el evangelio de Dios es la proclamación de la acción liberadora de Dios; si la comunidad cristiana es la comunidad oprimida que participa en esa acción, y si la teología es la disciplina que nace en el seno de la comunidad cristiana cuando ésta intenta desarrollar un lenguaje adecuado que traduzca su relación con la liberación de Dios: si esto es verdad, la teología negra es teología cristiana.

Ni concebirse puede una mínima capacidad en los opresores para identificarse con el ser y la existencia de los oprimidos y para decir algo significativo sobre la liberación por Dios de los oprimidos. Para ser cristiana, la teología blanca debería dejar de ser blanca y transformarse en teología negra, renegando de la blancura como forma adecuada del existir humano y afirmando la negritud como la intención de Dios para la humanidad. Ni decir tengo lo difícil que les será esto a los teólogos blancos; por lo que cabe esperar que no faltarán quienes critiquen la teología negra precisamente en este punto. Tales críticas pondrán de manifiesto no la debilidad de la teología negra, sino el carácter racista de la crítica.

La teología negra no debe perder mucho tiempo tratando de contestar las críticas, pues sólo ha de responder ante la comunidad negra. Negándose a dejarse separar de esa comunidad, la teología negra procura articular la autodeterminación teológica del pueblo negro brindando a la revolución negra de los Estados Unidos algunas categorías éticas y religiosas. Afirma que todo actuar que tienda a destruir el racismo blanco, es cristiano y hazaña liberadora de Dios. Todo obrar que impida la lucha por la autodeterminación negra –Poder Negro– es anticristiano y obra de Satanás.

La situación revolucionaria obliga a la teología negra a dejar de lado todos los principios abstractos acerca de lo “recto” o “equivocado” del curso por seguir. Sólo un principio guía el pensamiento y el obrar de la teología negra: una entrega sin reservas a la comunidad negra como comunidad que trata de definir la propia existencia a la luz de la obra liberadora de Dios en el mundo. Y esto significa que la teología negra se niega a dejarse guiar por ideas y conceptos ajenos al pueblo negro. Acepta la nota de “irracional” con que los blancos motejarán el pensamiento negro. Al no comprender la condición del oprimido, el opresor no está capacitado para comprender los métodos que aquél emplea en la liberación. A los amos de esclavos siempre les resulta incomprensible la lógica de la liberación. Desde su posición de poder, el amo nunca entenderá lo que los esclavos denotan con la palabra “dignidad”. La única dignidad que ellos reconocen es la de matar esclavos, como si su humanidad de amos dependiese de la esclavitud de los demás. A la teología negra no le interesa entrar en polémicas con quienes mantienen esta perspectiva. Levantando su voz en nombre de la comunidad negra, la teología negra dice con Eldridge Cleaver: «Tendremos nuestra humanidad. La tendremos… o quedará la tierra reducida a escombros en nuestro intento de obtenerla».

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Texto tomado de:
James Cone,
Teología Negra de la Liberación,
Buenos Aires: Ediciones Carlos Lohlé, 1973,
Cap. 1.